El
asesino de la bicicleta amarilla – Pedro Querales.
Por: Abraham Ezequiel Silva Alfonzo (AESA)
Junio 2017
(Reseña)
Para Yen, que me prestó este libro y se volvió uno
de mis libros favoritos de la literatura venezolana.
Loviu.
Podría decir
que esta ha sido una de las mejores historias que he podido leer. No llevaba más
de 7 páginas cuando ya me estaba gustando la lectura, de una vez me atrajo con
su narración, como comprobé se volvió
uno de mis libros favoritos. Empieza bastante bien, ¿Por qué digo “bien”? es
que tiene un tipo de narración que me atrae mucho, es una narración explícita
mas no tediosa. Es bastante específico
en su historia, en lo que va de explicar todo lo que se le cruza en la mente,
eso me gusta porque no queda nada que no puedas imaginar en su lectura. A pesar
de no tiene nada que ver con el título hasta el final, es un buen libro, tuvo
un final que se puede decir que fue “bueno” uno de los pocos libros que pienso
que fue así. El protagonista (Thomas) tuvo una infancia algo traumante que lo
convierte en la persona que es (Maltrato, drogas, problemas en casa). Un libro
venezolano bastante bueno, uno de los que he podido decir “Que bueno es leer
literatura venezolana”. Al inicio empieza con uno de los asesinatos que ha
hecho el “Exterminador” (Nombre puesto por la policía al asesino) en su
bicicleta amarilla, pero terminas conociendo más a Thomas (Protagonista, el
detective) que al propio asesino, porque en el trascurso de su captura aprende
de el mismo (Thomas). También me gusto el lenguaje, no solo por ser venezolano,
por como se lee con naturalidad, no es grotesco pero tampoco “correcto” lo que
lleva a una lectura fluida (Al menos para mí). Muchas partes me gustaron de su
manera de pensar, como por ejemplo: cuando habla que la droga no es
necesariamente mala, depende del consumidor, me parece bien, porque no todos
son del típico drogadicto que vez en las calles. El es melancólico, (mucho de hecho) le gusta
pensar de todo, prácticamente el es un coco. Es amante del arte (su pasión es
la fotografía), y sabe mucho de historia porque le encanta leer. Se enamora de
su estudiante ya madura, teniéndola 5 años de trabajar mano a mano con ella. En
su adolescencia se drogaba con su mejor amigo “el gordo” fumaban marihuana. Su
amistad duro hasta que el gordo murió, fue una amistad que duro muchos años.
Mucho antes salía con la hermana y habían tenido relaciones desde su
adolescencia, cuando se encontró al gordo tirando con su niñera. El y el gordo
eran uña y mugre, iban a todos lados, fumaban en todos lados, al único que le
pudo decir realmente “amigo”. Muchos años después, el gordo muere, se divorcia
de su hermana porque ella cree que la muerte de su hermano es culpa de Thomas
(siempre salían). Una parte que influyo en su infancia fue el maltrato de su
padre, era una pelea constante de sus padres, de vez en cuando se iba a donde
su abuela para evitar los enfrentamientos. Hubo un día en que su padre se
suicido, creció con eso, una de las causas por la que se pone melancólico con
su pasado. Nos cuenta de sus hijos cuando esta borracho ( Por Caso fallido con
el exterminador) quejándose con la asistente dice “Yo nunca aceptaría a un hijo
que es marico” pero cuando hablo de su hija “Esa si es una mujercita hecha y
derecha” ¿cabe a destacar que borracho dices la verdad o solo niegas las cosas?
Termina haciendo lo que siempre quiso hacer: Trabajar de sus fotografías, publicar
sus poemas, tener su propio bar y terminar con su asistente en la cama (en este
caso que fue en el bar). Termino bastante bien, lo que lo hace de mis
preferidos por muchas más razones, cabe a destacar su tipo explicito de narrar.
…un telescopio
ResponderEliminarTal vez la inocencia séalo que más fácilmente se abre paso a través del fárrago de este mundo.
Franz Kafka
Once hijos
Mientras le lanzaba piedras y palos al mango que estaba en el centro del oscuro solar, en medio de la noche fría y llena de punticos de luz como los del techo de su cuarto, se quedó contemplando las estrellas, y decidió qué le pediría al Niño Jesús ese año.
Llegó el 24. Y como todos los años, se dijo y se prometió, firmemente, que este año sí lo esperaría despierto para descubrir quién era realmente el Niño Jesús. Sin embargo, siempre se quedaba dormido en la salita y amanecía en su cuarto. E inmediatamente, se asomaba debajo de la cama y encontraba lo que le había pedido, que, invariablemente, era un carrito de madera con las ruedas de chapas.
Pero este diciembre, la pequeña radio que un día su papá le había traído a su mamá, único objeto de lujo en el miserable rancho, lo distrajo y le hizo cumplir su promesa.
La madre, que se había quedado dormida, rendida por el cansancio, se despertó sobresaltada por el llanto de su hijo. Se incorporó, se dirigió hasta el rincón donde estaba el niño chorreando lágrimas que se confundían con el jugo amarillo del mango, y le preguntó: “¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?” Y el muchacho, que con una mano se estrujaba un ojo, le señaló con la otra, donde tenía una fruta a medio comer, la radio. Y le dijo, llorando: “¡Que mataron al Niño Jesús!” En el momento en que el rostro de la mujer se iluminó, como la superficie de un pozo cuando la toca cualquier partícula, con una sonrisa que desapareció apenas esbozada, como las ondas del pozo al llegar a la orilla, el locutor dijo: “¡La hora en su emisora feliz: la una y treinta de la madrigada! Repetimos la información anterior: ¡Hace pocos momentos fue muerto a balazos un hombre en el interior de una tienda! El desconocido no portaba documentación alguna. Solamente se encontró, en uno de sus bolsillos, una carta donde se le pide al Niño Jesús un telescopio… ¡La hora en su emisora feliz: la una y…!”
Del pecho de la mujer brotó un quejido corto y frágil, como si fuera el último que le quedara dentro, y cayó. Produciendo ese ruido opaco y odioso, como el de las frutas maduras al estrellarse contra la tierra húmeda del solar.
Autor: Pedro Querales. Del libro “Fábulas urbanas”
El bombillo del carnicero
ResponderEliminarCuando le tocó el turno a Marco, ya habían pasado tres de los cinco que jugaban. El sonido del tambor al girar —esa era la única regla del juego: que cada uno lo hiciera girar antes de ponérselo en la cabeza—, le recordaba el del rache de su bicicleta cuando le daba a los pedales hacia atrás. A Marco siempre le había gustado correr riesgos: pequeños, grandes o extremos, pero siempre en riesgo. Le pasaron el arma —ni pesada ni liviana, en ese momento eso no se percibe— y le dio con fuerza al tambor. La levantó y se la colocó sobre la sien derecha. Al alzar la cabeza vio el bombillo que mal iluminaba la habitación con su luz amarillenta, y recordó cuando le robaba el bombillo de la casa al carnicero. Fue así como comenzó este vicio por el riesgo y el peligro. “¡A que no le robas el bombillo al carnicero!” le dijeron sus amigos. “A qué sí” les respondió Marco. En la noche, muy tarde, se reunieron frente a la casa del carnicero. Marco salió de entre las sombras y, sigilosamente, se dirigió hacia el porchecito de la vivienda. Unos perros ladraron desde el interior. Marco se detuvo y esperó. Los perros se callaron. Con mucho cuidado y lentamente Marco abrió la pequeña reja de hierro, pero de todas maneras chirrió en sus goznes. Los perros volvieron a ladrar. Esta vez más fuerte y durante más tiempo. El semáforo de silencio le dio luz verde a Marco de nuevo. Se detuvo frente a la puerta de madera y miró hacia abajo: “Bienvenido” decía la alfombra iluminada por la luz que salía a través de la rendija inferior de la puerta. Y pudo escuchar las voces del carnicero y su mujer que se mezclaban con las de la televisión. Respiró profundo y se santiguó. Luego se ensalivó los dedos y aflojó el bombillo. Al apagarse, los perros volvieron a ladrar. Incluso, algunos aullaron. Se detuvo y permaneció así, congelado e inmóvil como una estatua viviente, un largo rato. Lo terminó de sacar y echó el candente bulbo en la especie de hamaca que se formó a la altura de su abdomen al levantarse el borde inferior de la franela. Retrocedió y salió de espaldas, con la luz del bombillo en la sonrisa y el trofeo, ya frío, entre sus manos.
Al siguiente día Marco tuvo que ir a la carnicería a comprarle unas costillas a su madre. El carnicero estaba furioso. Todo ensangrentado vociferaba y maldecía mientras descuartizaba una res que colgaba del techo. “Si lo llego a atrapar lo despellejo” y hundía el afilado cuchillo que rasgaba la insensible carne. “¡Lo voy a cazar! ¡Sí, lo voy a cazar! ¡Ese vuelve! Pero yo lo voy a estar esperando” Entonces la situación se convirtió en un reto para Marco: el juego del gato y el ratón. Marco esperó un tiempo prudencial, quince o veinte días, y volvió a robarle el bombillo al carnicero. Al otro día se acercó a la carnicería para ver su reacción. Y lo escuchó rabiar: “¡Maldito ladrón! ¡Me volvió a robar el bombillo!” le decía a un cliente mientras le cercenaba la cabeza a un cerdo de un hachazo. Así estuvieron hasta que Marco se cansó de robarle el bombillo al carnicero. Y un día, en la noche, se los dejó todos en una caja de cartón junto a la puerta.
Los cuatro jugadores, alrededor de la mesa, veían a Marco expectantes. Con el cañón descansando sobre su sien, Marco veía el bombillo —y pensó en la lotería de Babilonia, donde el ganador pierde—, y de repente se apagó.
Pedro Querales. Del libro "Sol rosado"
Gracias, por esos comentarios. Excelente aporte :)
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